Acompañar

Unos días antes de salir de viaje hacia México para participar en el Capítulo General, viajé desde Roma a Génova para acompañar a un joven italiano, Elia Guerra, en su ordenación sacerdotal. El viaje de Roma a Génova en tren dura cinco horas, lo cual permite dedicar tiempo a muchas cosas; también a reflexionar.

En un momento concreto, busqué por internet el trayecto concreto del tren, colocando su número en el buscador. Y allí apareció, completa y detallada, la “hoja de ruta” del viaje: todas y cada una de las paradas, el tiempo de espera en cada lugar, la hora de salida de cada punto, y la hora de llegada del tren a su destino final, la estación de Génova.

Yo estaba preparando una reflexión sobre el acompañamiento de los religiosos adultos jóvenes, que pensaba presentar en el Capítulo General. Y el ejemplo de la “hoja de ruta” del tren me sirvió para hacerme consciente de que nuestra vida, la vida de cada uno de nosotros, y especialmente la vida de los jóvenes escolapios que se ordenan y afrontan sus primeros años de vida adulta no es, en absoluto, como el viaje de un tren. Dios no nos da una “hoja de ruta” en la que se detalla lo que vamos a vivir y cómo lo vamos a vivir. Todo lo contrario, nuestra vida es muy abierta, y en ella vivimos procesos muy diversos que, poco a poco, van configurando el escolapio que somos.

Nuestro desafío es precisamente éste: vivir un proceso en el que podamos crecer en fidelidad vocacional, en experiencia de vida, en discernimiento auténtico, en entrega generosa y en identidad escolapia plena. La “hoja de ruta” está muy abierta, y en ella emergen muchas opciones y posibilidades. Pero el reto es uno: caminar fielmente, día a día, para poder encarnar con el don vocacional recibido llevándolo, poco a poco, a su plenitud.

En este viaje hay una etapa especialmente decisiva, que es la de los religiosos adultos jóvenes. No es ningún secreto que éste es el ciclo vital que más me preocupa. Y la razón de mi preocupación es que estoy convencido de que en esos primeros años se juega buena parte del “éxito del viaje”. Por eso creo que es muy importante para nuestra Orden -y para el conjunto de la Vida Consagrada- acompañar de modo adecuado el proceso de estos religiosos, y hacerlo como lo que son: de modo adulto y maduro. Sólo así funcionará y sólo así podremos llevar adelante este acompañamiento.

Me gustaría ofrecer algunas pistas concretas para este formidable desafío: acompañar a los religiosos adultos jóvenes en su camino escolapio.
Comienzo por el objetivo central de esta etapa: que el joven religioso escolapio que está en sus primeros años de vida adulta se identifique con su identidad. Este es el objetivo: vivir lo que somos, para encarnarlo con creciente autenticidad. Y eso sólo funciona si vivimos cada día como si fuere el primero y el último día de nuestro camino. Me gusta recordar lo que decía el P. Arrupe, que fuera general de la Compañía de Jesús, a sus hermanos adultos jóvenes: “Enamórate. Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama en la mañana, qué haces de tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud. ¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de otra manera”.

Esta es la primera clave que hay que saber acompañar: el cuidado y la maduración de la pasión desde la que un joven hace sus votos solemnes y consagra su vida al único Señor. Hay que saber dar nombre al centro, a las razones por las que vives, al motor de tu día a día, a la gasolina que te hace vivir, al día a día que convierte tu rutina en sorpresa y tu quehacer diario en oportunidad. Este es el tema del que siempre hay que hablar, y la clave a la que tenemos que poder acercarnos -si el hermano así nos lo permite- para acompañar su proceso.

En segundo lugar, me gustaría citar tres ámbitos que son especialmente significativos y que hay que saber afrontar y acompañar. Me refiero a tres aspectos bien concretos, que expreso con la brevedad que exige una salutatio, pero que merecerían un desarrollo mucho más amplio. Creo que las claves del proceso son tres: la dirección hacia la que caminamos, los caminos que elegimos y la conciencia compartida desde la que los recorremos.

  1. Cuando contemplo a los escolapios de todo el mundo que están en sus primeros años de vida adulta, me doy cuenta de que la pregunta que les debo hacer es ésta: con qué alimentas el espíritu, qué es lo que te hace crecer en la fe y en las respuestas que una fe viva inspira. El descuido de lo que no es urgente pero sí fundamental, a la larga, siempre se paga. De la respuesta a esta pregunta depende la explicación de su vida cotidiana: la fuerza con la que trabaja, la entrega a la misión o a sus cosas, la transparencia de vida, el cuidado de la vocación, la capacidad de asumir responsabilidades, la disponibilidad para la Provincia, su vida centrada o descentrada, etc.
  2. La segunda pregunta que debo hacerles es consecuencia de la primera: cómo, con quién y a qué nivel compartes esa profunda experiencia que es la razón de tu ser escolapio. A qué nivel te dejas interpelar, con quiénes y de qué manera construyes camino, cómo te dejas ayudar, desde qué contexto comunitario vives, decides, te animas o te serenas, sueñas y construyes. Y no hablo sólo de la comunidad local concreta, sino del grupo de los que “sienten y sueñan con lo mismo”.
  3. Y la tercera es ésta: cómo entiendes y cómo vives la entrega de la vida, el desgaste por los niños y jóvenes, por la escuela, por la Provincia, por la Orden, por el Reino de Dios y su Justicia. Cómo es tu disponibilidad, tu talante, tu aguante, tu paciente escucha y acogida, tu claridad e inteligencia al definir lo que vale la pena y lo que no, etc.

Pienso que las Escuelas Pías tendrán futuro si vivimos una honda y cuidada experiencia vocacional escolapia. La gran incongruencia en la Vida Religiosa es creer en Dios, querer dar la vida por los demás, renunciar a otros aspectos de la vida altamente positivos y sanos, y, con todo, no hacer de Dios y de las claves vocacionales el centro de nuestra vida. Y esto lo veo en demasiados lugares y de diversas formas. Hay que luchar contra ello. Este es el proceso. Somos hombres de Dios, de comunidad y de misión. Estas son las preguntas que nos tenemos que hacer, y esta la profundidad desde las que nos las debemos plantear.

En tercer lugar, quisiera proponer algunas actitudes que ayudan decisivamente en estos procesos, el personal y el del acompañamiento, y que es bueno potenciar. Me referiré -también- sólo a tres.

  1. La búsqueda del equilibrio entre las diversas dimensiones de nuestra vida. No se trata de equilibrar -superficialmente- “lo comunitario” con “el trabajo”, o con “lo orante”, o viceversa. Este equilibrio no es una cuestión de “organización” ni de “agenda”, aunque todo ayuda. No es simplemente un tema de “proporción de horarios”. Es un tema de pasión, de intensidad vocacional, de deseo real de vivir lo que he asumido como vocación, de dejarme contrastar, de aprender. Nuestra vocación es una manera de vivir. La vida es la que hace posible síntesis mayores: entre oración y acción, entre relación y trabajo, entre teoría y praxis, etc. Lo nuestro, insisto en ello, es una manera de vivir. Eso es lo que tenemos que cuidar. Para desarrollar nuestra misión y para vivir en comunidad, y para ser hombres de Dios, se requiere la misma cosa: una vida auténticamente encarnada, de manera que podamos salir de nosotros mismos. Sin ese proceso no habrá vida, y, por tanto, tampoco comunidad y/o misión. Puede parecer extraño que yo diga que el equilibrio es una cuestión de pasión, pero estoy convencido de ello. Pasión desde un centro que se cuida y se vive con honestidad. Sólo ese equilibrio apasionado permite una escucha atenta de la realidad personal, en la que Dios trabaja.
  2. La transparencia de vida. Esta es una de las claves de nuestro proceso, que nos ayuda decisivamente a vivir en fidelidad. Transparencia contigo mismo, con Dios, y con tus hermanos y las personas que te acompañan. A la primera, Calasanz le dio un nombre bellísimo, y la consideró central en los escolapios: conocimiento de ti mismo. La segunda es el camino cierto para una auténtica relación con Dios: nadie engaña a Dios, y nadie se pone en presencia de Dios para ocultar su alma. Más bien lo que hacemos para ocultarnos es olvidar la oración o convertirla en rutina. La tercera es la llave del acompañamiento: encontrar una vida comunitaria y un acompañamiento personal que nos permita caminar con esa libertad que nos da la sinceridad y autenticidad de vida. Cuando nuestro proceso es transparente, la autenticidad es posible y la doble vida -o los atajos- no tienen lugar.
  3. Saber “dar nombre” a lo que vivimos. Esto es lo propio de la madurez. Dar nombre a lo que nos ayuda y a lo que nos atasca. Uno y otro forman parte, de nuestra vida. Y en el ciclo vital que nos ocupa, adquieren formas muy específicas y concretas que es bueno saber reconocer. Unos ejemplos, mezclando trigo y cizaña y sin ningún ánimo de exhaustividad: asumir responsabilidades y saber llevarlas adelante; confundir fecundidad con éxito; estilos de vida que separan -u oponen-vida comunitaria, misión y oración; confundir liderazgo con individualismo; creer que la pertenencia a la Provincia o la confianza del superior depende de los cargos o responsabilidades que te encomienden; trabajar la afectividad como lo que realmente es: una fuerza poderosa que define y cualifica nuestra vida; tener un certero discernimiento para detectar nuestra tentación de mundanidad; luchar contra el clericalismo empezando por reconocer que no estoy libre de él; asumir poco a poco que “pasión y resultados” o “expectativas y frutos” nunca suelen estar en plena relación; trabajar los dinamismos propios de cada uno de los votos que explicitan nuestra consagración, etc.

Finalmente, quisiera recordar que nuestro Capítulo General aprobó introducir en las Reglas un punto muy significativo: la necesidad de que en todas las Provincias se diseñe y organice el proceso propio de un acompañamiento integral de los religiosos que están en sus primeros años de su vida adulta. Estoy seguro de que a lo largo de estos próximos años vamos a aprender mucho de estos procesos tan importantes, que buscan que todos podamos crecer en autenticidad vocacional. Me gustaría apuntar algunos dinamismos que ayudarán a que este objetivo se cumpla bien y pueda dar frutos. Serán tres:

  1. Contar con el parecer y el sentir de los protagonistas. No diseñemos un proceso sin tener en cuenta lo que viven, sueñan o sufren los destinatarios del proceso. Hagamos como hizo Calasanz, cuando planteó a Glicerio la pregunta certera: ¿qué habita en el corazón del joven Glicerio? Este es el punto de partida.
  2. Tener claro el proyecto de vida que nos hemos dado y que la Iglesia ha consolidado, y que está expresado en nuestras Constituciones. Tener en cuenta nuestro proyecto ideal para pensar los pasos que nos pueden ayudar a caminar hacia él es una apuesta segura.
  3. Cuidar los dinamismos de autenticidad en la vida cotidiana de las comunidades y demarcaciones, para que los procesos de acompañamiento no sean islas en medio de la vida real de los religiosos, sino propuestas que fortalecen lo que ya están viviendo y compartiendo en el día a día.

Estamos delante de un reto apasionante. Vivámoslo con la alegría y disponibilidad del que sabe que está tratando de cuidar su propia vocación, el mejor regalo que ha recibido de Dios, nuestro Padre.

Recibid un abrazo fraterno.

P. Pedro Aguado Sch. P.
Padre General

Tomado de: Scolopi.org

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