“Yo sé los planes que tengo para vosotros, y son planes de esperanza”

Titulo esta carta fraterna con el anuncio central que el profeta Jeremías envía a su pueblo, exiliado en Babilonia. El profeta anuncia que Dios tiene planes para su pueblo, y son planes de paz, portadores de esperanza[1]. Dios anuncia la esperanza a un pueblo exiliado, en pleno sufrimiento, a través de Jeremías.

Me he decidido a escribir esta carta porque creo que la esperanza es, quizá, el anuncio que más necesita nuestro mundo, nuestras sociedades, nuestra Iglesia, nuestros niños y jóvenes. Y, es bueno reconocerlo, también nosotros mismos, los escolapios, necesitamos anunciarnos la esperanza. Aunque se publique en marzo, esta carta está escrita en Adviento, tiempo de espera ansiosa de Aquél que viene para permanecer, para siempre, entre nosotros.

Cuando miramos nuestro mundo, es fácil caer en la tentación de la desesperanza. Vemos guerras, violencia injustificada incluso contra los niños, movimientos migratorios incomprendidos e insolidariamente tratados. Vemos también legislaciones inhumanas, afán de poder y de riqueza, desigualdad injusta. Asistimos a una degradación de la casa común sin que a los poderes públicos les importe demasiado. Cuando vemos a nuestros niños y jóvenes, sentimos el desafío de alimentar su alegría, sus sueños, sus deseos de un mundo mejor, muchas veces truncados por una crisis de sentido, una crisis de futuro, una crisis incluso de fe.  Sería interminable la lista de retos humanos que estamos viviendo y que justifican un sentimiento de desánimo. Ese también es un sentimiento humano. Y hay que respetarlo y acogerlo como una llamada a nuestra vocación.

Sin embargo, creo que lo que nuestro mundo necesita, más que nunca, es una profecía de la esperanza. El profeta, lo sabemos, tiene una misión constituida por dos dimensiones inseparables: desvelar el presente y proponer el futuro. Y ambas cosas desde la mirada de Dios. Esa es la misión del profeta Jeremias, bellamente expresada en ese mensaje que envía -en el nombre de Dios-, a los exiliados en Babilonia.

¿Cómo recibirían esas personas ese anuncio de esperanza? Es posible que no les faltara un cierto escepticismo, provocado por la realidad que vivían. ¿Cómo podemos anunciar la esperanza a nuestros jóvenes, a nuestras familias, a nuestros niños y nuestras niñas, a nuestros hermanos, a nuestra Iglesia, a nuestras sociedades? ¿Qué contribución de esperanza podemos y debemos aportar, como hijos de Calasanz, en este mundo que vivimos? Creo que estamos ante una reflexión importante, en la que debemos profundizar. Me gustaría hacerlo desde tres puntos de vista: el de la fe, el de la educación y el de nuestra vida cotidiana.

Para la persona de fe, para una Orden religiosa, las situaciones oscuras no deben ocultar la esperanza. La esperanza es una virtud teologal, proviene de Dios. No es lo mismo que el optimismo, que simplemente es un estado de ánimo. Hablamos de la esperanza. Hay muchos ejemplos que nos pueden ayudar a comprender cómo la esperanza existe, y crece, también en situaciones difíciles. Siempre me hizo pensar mucho que San Juan de la Cruz escribiera su Cántico Espiritual en la oscuridad de la cárcel, o que Santa Teresa de Jesús escribiera su libro “Las moradas o el castillo interior” en plena persecución. Es impresionante el contenido de algunas cartas de Pablo, escritas en la cárcel y en medio de la persecución y de las dificultades. Siempre me hizo pensar que Calasanz, en plena crisis de las Escuelas Pías, llamara a los escolapios a permanecer unidos y alegres, confiando en Dios y trabajando por los niños.

Las personas de fe no esperan -simplemente- tiempos mejores. No. Hoy es el día. Hoy es el tiempo en el que hay que trabajar por un mundo nuevo. Siempre me gustó esta definición de la fe en el Espíritu Santo: creer en la fecundidad del presente. Es en el presente donde actúa el Espíritu Santo. Esa es nuestra fe. Se atribuye a Martin Luther King, uno de los más fuertes profetas de la esperanza, portador del sueño de un mundo nuevo, esta frase tan significativa: “Si supiera que el mundo se termina mañana, yo seguiría hoy plantando un árbol”. El presente que vivimos es el lugar de la esperanza; y en ese presente somos llamados, por la fe, a buscar y generar signos de vida y de esperanza. Esta es nuestra misión.

La esperanza es hija de la fe. Y las personas de fe, si ésta es auténtica, son portadoras de esperanza. Estoy seguro de que un mundo que se desmorona sólo puede ser sostenido por grupos de fe, por personas que confían en Dios y que se saben portadoras de una promesa. Esas personas emergen con fuerza en medio de nuestro mundo y generan respuesta de vida. En aquella Roma desgarrada por la injusticia social, por las enfermedades y por la pobreza, un hombre de fe engendró una respuesta de esperanza: las Escuelas Pías.

Paso al segundo punto de mi carta: una educación para la esperanza. La educación mira siempre al futuro. Siempre. Buscamos preparar a nuestros alumnos para un mundo que todavía no existe, pero que ellos tienen que crear y construir. ¿Cómo podemos hacerlo? No voy a escribir un tratado educativo sobre la esperanza. Simplemente voy a dar nombre a lo que sabemos hacer, a lo que sabemos que funciona, y que no podemos olvidar. Son algunos dinamismos educativos que están acrisolados en nuestra tradición y en nuestras escuelas, y que creo que hay que fortalecerlos sistemáticamente. Cito brevemente algunos de ellos:

  1. Una educación en la fe, que ayude a nuestros jóvenes a mirar más allá de sí mismos y de su -en ocasiones- pequeño mundo, ayudándoles a descubrir y experimentar que Dios confía en ellos, que Dios cuenta con ellos, y que es digno de fe. La fe abre los horizontes y los lleva a plenitud. Provoca audacia y paciencia, como en Calasanz.
  2. Una educación en el sentimiento de fraternidad, en los que se viene llamando “ciudadanía global”, que proponga a nuestros alumnos y nuestras alumnas el horizonte de un mundo diferente, de un mundo que ellos pueden transformar. Una educación que les permita experimentar y comprender el valor de la solidaridad, del compromiso, de la fraternidad. Una educación tocada por la experiencia del otro, del diferente.
  3. Un proceso educativo en el que se sientan escuchados, acompañados y sanados en sus heridas y decepciones, en las que los educadores escolapios apuesten realmente por ellos y por su futuro. Un proceso que provoque preguntas y anime a encontrar respuestas.
  4. Una educación vocacional, en la que podamos ofrecer a los alumnos horizontes de una vida más amplia, no cerrada a los esquemas sociales o curriculares. Una educación que provoque crecimiento, opciones y proyectos de vida, y que alimente estos proyectos desde una conciencia de humanidad.
  5. Una educación integral, que busca que cada alumno y cada alumna crezca en todas sus dimensiones, incluida la de creer en la vida y en un mundo diferente.

Sabemos que el mundo se puede cambiar, pero sólo desde la educación. Renovemos nuestro compromiso por ella, y sigamos adelante. Impulsemos todas las dinámicas que pueden provocar este tipo de educación, desde escuelas a pleno tiempo y desde otras diversas plataformas educativas, todas ellas calasancias.

Paso a un tercer y último aspecto al que me quiero referir en esta sencilla reflexión sobre la esperanza. ¿Somos los escolapios personas de esperanza, portadoras de esperanza, generadoras de esperanza? ¿Cuándo miramos la Orden y contemplamos la vida y misión escolapia en el mundo, sentimos alegría, sentimos esperanza? Quiero contribuir a responder esta pregunta ofreciéndoos algunos signos de vida y esperanza que veo en las Escuelas Pías, y que es bueno nombrarlos y agradecerlos.

  1. El esfuerzo cotidiano por nuestras escuelas, en todas las situaciones. Nunca fue fácil sostener las escuelas, y tampoco lo es ahora. Pero si algo se percibe con claridad cuando contemplamos la Orden, es el formidable trabajo que se hace en todos los lugares para mantenerlas abiertas y llenas de alumnos. Pensemos en todos los retos que estamos superando: situaciones sociales y políticas adversas, legislaciones restrictivas, ausencia de apoyo estatal, dificultades por el descenso de la natalidad y, consiguientemente, del número de alumnos, etc. Pero esto no es nuevo en nuestra historia; tenemos mucha experiencia en la lucha por nuestras escuelas. Debemos continuar.
  2. Y junto a las escuelas, y muchas veces desde ellas, el enorme esfuerzo de creatividad misionera que realizamos, creando diversas y plurales plataformas educativas para atender realidades muy diferentes. Me gusta citar lo que he visto: escuelas en barrios inundados, en tiendas de campaña o bajo un árbol frondoso; el Movimiento Calasanz en los cuatro continentes; diversos y ricos proyectos de pastoral; resistir y educar en países con dictaduras; internados que hacen posible la escuela para todos; escuelas con el 90% de musulmanes o sintoístas; proyectos de segunda oportunidad; pisos para jóvenes tutelados; hogares para niños y niñas de la calle; escuelas deportivas; colegios que se transforman por las tardes para ofrecer formación integral a inmigrantes; pisos de acogida; proyectos de integración para los inmigrantes que van llegando; colonias de verano; mentorías y acompañamientos; escuela de tareas; escuelas de familias; escuelas de maestros; la investigación sin tregua sobre la innovación educativa; formación al voluntariado y de monitores; cátedras de reflexión pedagógica; publicaciones; la participación en la reconstrucción del Pacto Educativo Global; la formación en derechos de la infancia; escuelas de la paz; bibliotecas; oración continua; formación para el diálogo interreligioso; trabajo con jóvenes en prisiones; trabajo con drogadictos; programas para proteger a las niñas y niños de abusos; la simple presencia en un barrio de barracas; colegios consolidados que tratan de ofrecer propuestas renovadas siempre desde la clave de una educación integral y de calidad… y muchas más cosas que son respuestas sinceras y honestas al proyecto de Calasanz. Sigamos respondiendo….
  3. El testimonio de nuestros ancianos, portadores de esperanza. El anciano que sigue animando y esperando, no simplemente recordando los tiempos pasados, es un signo de profunda esperanza para el joven religioso que trata de vivir con autenticidad su vida escolapia. La fidelidad de los escolapios enviados a países especialmente difíciles para la misión, y que siguen en ella sabiendo que Dios, en su momento, la bendecirá. Pienso, por ejemplo, en Japón. La fidelidad alegre y positiva del anciano es una de las mayores necesidades de los jóvenes. Y lo agradecen profundamente.
  4. La numerosa respuesta vocacional de jóvenes que desean seguir el camino de Calasanz y que crecen en nuestras casas de formación con una visión cada vez más universal y “en salida”. Es cierto que la realidad es muy diversa en función de los contextos de los continentes, pero la Orden sigue teniendo vocaciones, y éstas son buenas y numerosas.
  5. El esfuerzo de las Fraternidades Escolapias por consolidarse, crecer y vivir en fidelidad calasancia, así como su deseo profundo de compartir la misión escolapia desde opciones y estructuras diversas, siendo quizá Itaka-Escolapios las más desarrollada.
  6. Las nuevas fundaciones y presencias, impulsadas en todas las demarcaciones, de modos y maneras diversas, incluyendo fundaciones en nuevos países en los que buscamos simplemente servir, como siempre hemos hecho.
  7. La vida cotidiana de nuestras comunidades, aquellas que se esfuerzan en vivir con sencillez y autenticidad el estilo de vida que hemos asumido por nuestra profesión. El día a día es, siempre, crisol de vida y de esperanza.
  8. No se me escapa el hecho de que en ocasiones visito comunidades y presencias en las que no se ve a los escolapios esperanzados. Una de las razones de esta falta de esperanza es, en ocasiones, la falta de vocaciones. En otras, los desacuerdos con opciones o con orientaciones. Una cosa es la discrepancia, otra la falta de esperanza. Si falta ésta, lo que falta es la fe. Sólo desde la fe se fortalece la esperanza. No lo olvidemos nunca.

Hace poco me encontré con un escolapio dedicado a la formación, en un Juniorato bastante numeroso. Me dijo que él tenía tanta esperanza como preocupación. Comprendí perfectamente esta afirmación, que creo que el mismo Calasanz también suscribiría. La esperanza no es ingenua, sino realista. ¿Podemos vivir una esperanza profundamente realista? Parece un oxímoron, pero no lo es: el realismo y la esperanza no son dinámicas opuestas. Todo lo contrario. La esperanza nos lanza a transformar la realidad, y la realidad nos pide que la iluminemos con proyectos y horizontes de renovación. Somos personas de esperanza si trabajamos día a día por hacer las cosas bien y por dar respuestas nuevas y renovadas, seguros de que es voluntad de Dios el trabajar por el bien y la felicidad de las personas.

Quiero terminar esta carta invitándoos a orar para que seamos siempre personas de esperanza. La oración se sitúa siempre entre la realidad y lo que esperamos. Orar es esperar, porque es confiar en quien todo lo puede. Enséñanos, Señor, a esperar en tu bondad y en la plenitud de tus promesas, seguros de que te encontraremos cuando te busquemos de todo corazón[2].

Recibid un abrazo fraterno.

P. Pedro Aguado Sch.P.

Padre General

[1] Jer 29, 11

[2] Jer 29, 13