¿Cómo cuidas tu vocación?

La pregunta que abre esta carta fraterna da por supuesto algo que es muy importante: lo que no se cuida, se deteriora. Esto se puede decir no sólo de las cosas materiales o de las relaciones interpersonales, sino también de los aspectos espirituales y, cómo no, de la propia vocación, del tesoro inmerecido que cada uno de nosotros llevamos en vasijas de barro[1].  Recuerdo con cariño al P. Jaume Pallarolas que, siendo provincial, regalaba una vasija de barro a cada joven que hacía sus votos solemnes, para recordarle que el compromiso que asumía era más grande que él y que debía cuidarlo día a día, con ánimo y fidelidad.

Continúo llevando adelante la visita canónica a los religiosos adultos jóvenes de la Orden, y quiero compartir con vosotros una sencilla reflexión relacionada con una de las preguntas fundamentales que haga a cada uno de ellos en los diálogos personales: ¿cómo cuidas tu vocación? De la respuesta que cada uno demos a esta pregunta depende en gran parte nuestra autenticidad vocacional.

En la tradición cristiana hay una palabra que representa muy bien la importancia del cuidado de la vocación: la vigilancia. El Papa Francisco se refirió a ella en una de sus catequesis semanales[2]. El contenido de esa catequesis es altamente recomendable para todos nosotros, y es bueno pensarla con atención.

Francisco reflexiona sobre una breve parábola de Jesús (Mt 12, 43-45), y se refiere a un descuidado dueño de una casa que, al estar ausente, permite que varios espíritus malos se apropien de ella. Es una parábola sobre la vigilancia, sobre la atención al propio corazón, sobre el cuidado de la respuesta, sin duda que generosa, que todos deseamos dar a la llamada del Señor. Me gusta especialmente la reflexión que el Papa hace sobre la necesidad de estar atentos a los “diablillos educados, que entran en tu casa sin que tú te des cuenta, disfrazados”.

Quisiera dedicar esta carta a estos “diablillos educados” que debemos saber descubrir y sobre los que debemos trabajar. No hay duda de que la mundanidad espiritual es el principal de todos ellos.

La mundanidad, que consiste en vivir según el “espíritu del mundo”, adquiere formas diferentes y muchas de ellas pasan inadvertidas para nosotros. Y poco a poco va haciendo su trabajo, que consiste fundamentalmente en convertirnos en “uno más”, quitándonos todo lo que nuestra vocación tiene de alternativa, de signo y de horizonte. Entremos en este “diablillo educado y cortés” y demos nombre a algunas de sus manifestaciones.

El conformismo espiritual. Es la actitud del siervo que enterró el talento recibido y no lo hizo crecer ni fructificar. La tentación del conformismo espiritual es muy fuerte y persistente, y se manifiesta de muchas maneras: la ausencia del cuidado de la oración, el descuido del trabajo interior, la falta de atención a los retos y sufrimientos de los hermanos, la desconexión con la vida de la comunidad y de la Iglesia, la poca lectura y reflexión, etc. Son muchas las manifestaciones de este conformismo espiritual, que convierte a los cristianos, y también a los religiosos, en personas y comunidades irrelevantes, aunque puedan parecer aplaudidas y valoradas.

El individualismo, que tiene sus raíces en parte en el egoísmo y en parte en el narcisismo propios de la humana condición. El individualismo, que debilita la comunidad, se disfraza en ocasiones de entrega, de trabajo, de esfuerzo personal. Pero por debajo hay, en muchas ocasiones, una búsqueda de la propia fama, del propio bienestar, de la propia estima. Y debilita radicalmente una vocación como la nuestra, que se basa en la experiencia de la comunidad y en la construcción de espacios fraternos en los que todos podamos caminar juntos, compartiendo los propios dones individuales para el bien de todos. La humildad es uno de los mejores antídotos contra este educado diablillo que a todos nos quiere atrapar.

Las constantes lamentaciones. La permanente actitud de queja, de crítica, de lamentaciones ante lo que vemos que no nos gusta, generalmente acompañada de una falta de compromiso por ofrecer una alternativa o una propuesta, o una falta de realismo que impide ver que muchas veces no hay otras posibilidades mejores para llevar adelante el proyecto común. Alguna vez escuché a un obispo decir que sería bueno dar forma a un “nuevo voto religioso, el de no lamentarse, para poner la mirada en el construir”. A todos nos alegran las actitudes positivas, esperanzadas, portadoras de propuestas y de esperanza. Estas son las que convierten las críticas en aportaciones.

El orgullo apostólico, propio del que piensa que los “éxitos pastorales” son suyos y que provoca una terrible ceguera: olvidarse de que simplemente somos “siervos inútiles” y que el único dueño de la misión es el Señor, que la encomienda a la Iglesia y ésta a la Orden, y no a la persona concreta, que está simplemente al servicio de esta misión. Es bueno estar contento de que las cosas vayan bien, de que las escuelas funcionen, de que el Movimiento Calasanz crezca o de que tengamos vocaciones. Pero cuando esto provoca orgullo o satisfacción inconsciente de la propia fragilidad, se convierte en un camino seguro que lleva a inconsistencia del proyecto. Tenemos muchos ejemplos de esta tentación.

La imprudencia en las relaciones y en nuestra presencia pública, que nos lleva a banalizar lo que somos y a convertirlo en “normal”. En ocasiones me sorprendo de algunas publicaciones hechas por religiosos en las redes sociales, o algunos modos en los que usamos nuestro tiempo libre, o de las relaciones descuidadas que mantenemos, sin darnos cuenta de que estamos poniendo en riesgo el estilo de vida que hemos asumido. Los ambientes que frecuentamos, la imagen pública que asumimos y el tipo de relaciones que alimentamos indican muchas veces dónde tenemos el corazón o cuál es el nivel de nuestro despiste. Y cómo en ocasiones recibimos aplausos o crece el número de “like”, nos quedamos tranquilos.

La superficialidad iletrada. Admiramos a las personas que leen y se forman, pero no las imitamos. Y cuando esto ocurre, poco a poco nos convertimos en personas con escasa reflexión y pobre capacidad de comprender el mundo que nos rodea, sus movimientos y sus razones. Es cierto que en ciertas etapas de la vida no tenemos mucho tiempo para leer, pero eso no significa que no lo podamos hacer. Creo que esta es una de las tentaciones que se pueden combatir bien en la vida comunitaria, ofreciendo y compartiendo opciones de formación.

El autoengaño. Es una de las formas más sofisticadas de mundanidad. Nos engañamos a nosotros mismos, aportándonos razones que nos justifican o aplazando las decisiones que sabemos que tenemos que tomar. Es una dinámica que no es fácil de desenmascarar, porque todos tendemos a justificar lo que hacemos o a minimizar las dificultades o las contradicciones. Por eso es bueno vigilar.

La cultura de lo efímero, de la apariencia, del quedar bien. La cultura del “todo vale”, que nos puede llevar a perder de vista que la fe en Jesús y la vocación cristiana no se basa en esas dinámicas, sino en la fidelidad consistente de quien edifica su vida sobre roca.

La vigilancia espiritual consiste en custodiar el proprio corazón, siendo conscientes de nosotros mismos. No es fácil esta tarea. Y no lo es porque para ello tenemos que reconocer que no lo podemos hacer solos, y que necesitamos de la ayuda de los demás y del amor de Dios, que muchas veces se manifiesta en experiencias que no son fáciles, pero sí portadoras de semillas de cambio personal.

No son muchas las parábolas que son explicadas por el propio Jesús. Siempre he pensado que cuando Jesús explica una parábola lo hace porque quiere asegurarse de que entendamos la fuerza de su mensaje. Una de estas “parábolas explicadas” -y con detalle- es la del sembrador. Las semillas caen en el borde del camino, entre piedras, entre zarzas o en tierra buena. Es muy significativa la causa de que la semilla que cae entre zarzas no produzca frutos: las preocupaciones del mundo. Es decir, la mundanidad. Está bastante claro…

La segunda de las semillas no fructifica por la falta de raíces. Creo que con la mundanidad pasa lo contrario: tiene raíces profundas, muy profundas. Por eso es difícil de desarraigar. ¿Cómo se desarraiga la mundanidad? ¿Cómo podemos avanzar en esta apasionante lucha espiritual? Creo que es bueno hablar de “lucha espiritual”, ….

Calasanz dedica un capítulo de sus Constituciones a lo que él llama “apartamiento del mundo”. Pienso que lo más significativo de este capítulo es su comienzo, los números 33 y 34. Es la “puerta de entrada” de su reflexión sobre la “lucha contra la mundanidad”. Lo que afirma Calasanz en esos párrafos es que “el religioso fiel que desea obtener de nuestro instituto el más sazonado fruto, manténgase unido a Cristo el Señor, deseoso de vivir sólo para Él y de amarle sólo a Él”[3]. Después, el fundador enumera algunas actitudes y prácticas propias de la mentalidad de su tiempo. Pero nos deja clara su apuesta: “Procure no mirar hacia atrás después de echar mano al arado. Deje de lado los negocios de este mundo y las preocupaciones meramente seculares”[4].

Creo que la intuición de Calasanz apunta a la raíz, a la clave de la lucha por la superación de la mundanidad: la centralidad de Jesucristo en la vida de cada uno de nosotros. No hay duda de que el proceso de identificación con Cristo, si es honesto y sincero, si es vivido conscientemente, si es deseado auténticamente, irá provocando poco a poco ese “estar en el mundo sin ser del mundo[5]”, que es la propuesta real de Jesús para todo cristiano y que los escolapios somos llamados a asumir con certera exigencia. Esta es la clave para superar la mundanidad, y no se aprende fácilmente. No cuidamos nuestra vocación aislándonos de la realidad, ni la protegemos anulando su aportación alternativa. Sólo la haremos crecer si tenemos claro el centro y, desde ese centro, asumimos nuestras opciones y compartimos nuestras decisiones.

Este proceso, sin duda, no es fácil. Ya Calasanz lo descubrió en su propia vida, y por eso afirmó que es bueno “haber dejado el mundo, pero es mejor vivir de tal modo que el mundo te desprecie[6].

Aprendo mucho de las respuestas que los jóvenes escolapios dan a mi pregunta: ¿cómo cuidas tu vocación? Lo que veo es una honesta búsqueda de fidelidad a través de la vida cotidiana vivida con creciente conciencia de pequeñez y de conversión. Aparecen mediaciones ordinarias que no son nuevas, pero sí eficaces: la oración personal, el servicio humilde en las tareas de la comunidad, la vida de pobreza, el diálogo formativo, la meditación, el trabajo exigente, la responsabilidad en las propias tareas, el trabajo por conocer mejor a Calasanz, la lucha contra el desánimo por los fracasos o por la indiferencia, la dedicación a los niños, el esfuerzo por no buscarse a sí mismo, etc.

Creo que todas estas sencillas mediaciones de fidelidad vocacional nos acercan el exigente ideal propuesto por Calasanz, la más clara expresión de lo que significa cuidar la vocación: “Nada le has dado a Cristo si no le has dado todo tu corazón[7]”. Y para esto, no hay otro camino que el día a día.

Recibid un abrazo fraterno

P. Pedro Aguado Sch.P.

Padre General

 

 

 

 

[1] IICor 4, 7

[2] Francisco. Catequesis en la audiencia general del 14 de diciembre de 2022

[3] San José de CALASANZ. Constituciones de la Congregación Paulina de los Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, números 33 y 34.

[4] San José de CALASANZ. Constituciones de la Congregación Paulina de los Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, número 35.

[5] Jn 15, 19

[6] San José de CALASANZ. Opera Omnia, volumen 10, página 394

[7] San José de CALASANZ. Opera Omnia, volumen 10, página 394