El reto de la interculturalidad

Nuestro 48º Capítulo General apostó claramente por la interculturalidad como una de las claves fundamentales para el camino de “construcción de Escuelas Pías” que queremos recorrer. Fue una apuesta claramente definida. Recuerdo la formulación de la opción que fue aprobada para toda la Orden: “Avanzar decisivamente en la dinámica de unas Escuelas Pías en Salida, Interculturales y Misioneras”.

Al asociar los tres conceptos “En salida”, “interculturales” y “misioneras”, nuestro Capítulo nos está dando un mensaje muy nítido: las tres se explican y se comprenden mutuamente, y las tres indican puntos de vista diferentes de una misma realidad: unas Escuelas Pías capaces de situarse en un mundo plural, desafiante y complejo, en el seno de una Iglesia deseosa de anunciar la propuesta del Evangelio y en medio de una juventud tan diversa como buscadora de sentido. Ahí estamos, y ahí debemos tratar de situarnos. Este es el reto.

No pretendo entrar en todos los temas que se juegan en este desafío. Lo que voy a tratar de hacer es compartir con vosotros tres aspectos que, a mi juicio, son tres condiciones de posibilidad para crecer en lo que el Capítulo nos pide. No seremos unas Escuelas Pías en salida, interculturales y misioneras si no asumimos tres claves que nos desafían profundamente.

La primera es aceptar, con serena paz y conciencia de desafío, que somos una minoría. Para abrirse a los otros, en diálogo sincero, que es el único que nos permite transmitir nuestras convicciones de modo que puedan ser escuchadas, el camino es sentirse pequeño. Pero no una pequeñez que nos lleve a la insignificancia, sino todo lo contrario, una experiencia de ser y sabernos minoría, pero creativa y transmisora de un tesoro necesario para todos.

Siempre me han llamado la atención algunas palabras de Jesús en el Evangelio en las que anuncia lo más grande a través de lo más pequeño: ser sal de la tierra[1], ser levadura en la masa[2], ser un grano de mostaza[3], etc. Creo que hay un gran mensaje en estos ejemplos, y creo que Calasanz los entendió muy bien cuando nos propuso “abajarnos para poder dar luz a los niños”.

En el actual debate sociocultural en el que nos encontramos, en el que percibimos tantas propuestas tan lejanas de aquellas que verdaderamente nos hacen más humanos, nuestra posición, como personas de Iglesia y como educadores, no debe ser la de aquellos que quieren imponer (no funcionaría) ni hablar desde la posición de quien tiene toda la razón y los demás están equivocados, sino la de aquellos que tienen un tesoro que ofrecer y que lo hacen con claridad, pedagogía y respeto.

Entrar en lo intercultural supone un riesgo, porque aceptas la vulnerabilidad y los cuestionamientos. Pero permite ofrecer tu identidad y tus convicciones sin caer en dos errores que no ayudan: adaptarte a lo que el mundo piensa, para evitarte problemas, y considerar que tu modo de vivir y de hacer las cosas es el único posible. Y no me refiero a nuestro mensaje evangélico, sino a las claves y modelos desde los que lo encarnamos.

Recuerdo la insistencia de Benedicto XVI en hablar de la Iglesia como una minoría, pero una minoría creativa. El Papa Benedicto pensaba que “son las minorías creativas las que determinan el futuro y, en este sentido, la Iglesia debe concebirse como minoría portadora de una gran herencia de valores que no son del pasado, sino vivos y actuales.[4]”.

Creo que nuestro papel sigue siendo el que siempre ha sido: inspirar un nuevo mundo y trabajar por él, desde lo que es más nuestro, la educación evangelizadora. Nosotros educamos para un mundo que todavía no existe, pero que queremos colaborar a construir. Y ofrecemos a nuestros alumnos la inspiración, la formación y los dinamismos que les hagan capaces de construirlo. Y esto lo hacemos en un contexto muy abierto, en el que es inevitable -y necesario- el diálogo, el anuncio, la escucha, e incluso los fracasos y equivocaciones. Sólo así seremos la Iglesia y la Orden que se necesitan. No buscamos una Iglesia que se mueva con el mundo, sino una Iglesia que mueva el mundo. Pero para eso hay que estar en él.

La Orden no busca, ni quiere, la autosuficiencia. A veces, según cómo entendamos ciertos conceptos, nos desconcertamos. En el lenguaje económico solemos hablar a veces de “autosuficiencia”. Y eso nos despista. Entre otras cosas, porque no existe. No es posible la autosuficiencia, tampoco la económica, en nuestro mundo. Todos tenemos un cierto grado de dependencia. Por eso hablamos mejor de “sostenibilidad integral”, que es el concepto que acuñó nuestro Capítulo.

La autosuficiencia a la que me refiero es otra. Tiene relación con el sentimiento de superioridad, de autorreferencialidad. La dinámica “en salida” pide necesariamente el cultivo de una conciencia de humildad y un deseo de colaboración, de aprendizaje, de escucha del diferente. Quizá sólo así consigamos que ese diferente nos escuche a nosotros.

La segunda es entender que nuestra identidad, o es misionera, o no será nunca levadura en la masa, que es de lo que se trata. Lo dicho en el punto anterior tienen mucho que ver con muchas de las cosas que vivimos. Por ejemplo, con cómo entendemos nuestra identidad. La identidad es, esencialmente, clara. Pero estamos descubriendo que también es misionera y, por lo tanto, abierta. Sus claves son conocidas y están publicadas, inspiran el proyecto educativo, pero no son cerradas; todo lo contrario. Nuestra identidad es abierta porque es misionera, y está en proceso de enriquecimiento. No está en el congelador, porque si así fuera, dejaría servir a lo que debe servir. Pero, siendo misionera, es clara, no necesita ser reinventada.

El desafío es saber combinar bien ambos dinamismos: la claridad y consistencia de la identidad, y su capacidad de apertura y de diálogo acogedor. Esto es lo que nos está enseñando, por ejemplo, el proceso del Pacto Educativo Global. Creo que tenemos que pensar y escribir mucho sobre este asunto.

La tercera condición de posibilidad de la que quiero hablar es una convicción. Creo que para comprender bien el reto de la interculturalidad y, consiguientemente, de su correlato de “inculturación”, tenemos que atrevernos a combinar bien tres “palabras clave”: diálogo, cultura y evangelio. Las tres a la vez.

Del mismo modo que el Papa Francisco ha dicho que la “sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio[5]”, el Papa San Pablo VI definió la Iglesia como “diálogo”. Y eso ha marcado profundamente la vida cristiana: La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio[6]”. Son palabras fuertemente inspiradoras para nosotros.

La cultura, más bien las culturas, son los dinamismos desde los que se expresa la vida humana en los diversos contextos, con sus valores y contravalores, que suelen coexistir. Numerosos estudiosos reflexionan hoy, por ejemplo, en el choque entre el alma espiritual de la cultura oriental y el materialismo beligerante y omnipresente que la invade (y no hablo ya de la occidental, tejida desde una inspiración seminalmente cristiana y tocada hoy de una formidable falta de horizontes espirituales) o de otras culturas humanas, que son muchas.

En esta reflexión que estamos llevando adelante, es importante reconocer también que el encuentro con las culturas ayuda a la propia Iglesia, y consiguientemente a nosotros, a reflexionar más sobe el contenido del mensaje evangélico que debe predicar y hacer oír. Cada cultura nos plantea interrogantes. En esto consiste el diálogo intercultural. Nosotros, escolapios, personas dedicadas a la educación, debemos ser capaces de comprender el formidable desafío ante el que nos encontramos cuando proclamamos nuestra convicción de que la interculturalidad es central en nuestra vida y misión.

Todas las culturas buscan y necesitan un alma. Incluso las culturas más milenarias van buscando un alma, una realidad que le permita hacer la síntesis entre el pasado, rico de historia y de valores, y el presente, que amenaza con arrollarlo todo desde el materialismo. Y es aquí donde debemos situar el dinamismo de la inculturación. La inculturación del Evangelio, que nosotros impulsamos desde nuestro carisma de la educación integral, no busca dar un “barniz superficial”, sino provocar que la fe y los valores evangélicos puedan realmente transformar la vida de las personas y de las sociedades. Y esta es una tarea eterna.

Termino citando algunas propuestas para avanzar decisivamente, como propone nuestro Capítulo General.

  1. Creo que nuestra Orden debe abrir un espacio institucional de reflexión sobre la interculturalidad. Por eso hemos creado un equipo general que va a tratar de entrar a fondo en estos temas. Es necesaria una profunda reflexión, escucha de posiciones diversas, lectura, publicaciones, estudio. La interculturalidad no consiste simplemente en la constatación de la diversidad, sino en el reto de profundizar en todo lo que esto supone para nosotros.
  2. Creo también que debemos profundizar en los tres caminos que nos señaló el Capítulo: la dinámica “En salida”, la apuesta por lo misionero y los pasos concretos interculturales que fueron aprobados. Entre ellos, las experiencias misioneras de nuestros jóvenes, los grupos interculturales de formadores, etc. Las Líneas de Acción propias de esta “clave de vida” son sugerentes y exigentes.
  3. El impulso del Pacto Educativo Global en el que estamos comprometidos lleva consigo muchas de estas dinámicas, y nos va a ayudar a repensarlas de modo nuevo, porque nos abre a la colaboración y al trabajo en red. Nuestra Orden tiene una gran oportunidad desde la diversidad cultural en la que nos movemos. Potenciar nuestra propia dinámica de red escolapia es también una oportunidad que podemos y debemos desarrollar.
  4. Hace falta una reflexión específica ligada a la Formación Inicial. Nuestras casas de formación son también una “caja de resonancia” del reto de lo intercultural. No sólo porque en ella conviven jóvenes de culturas bien diferentes, sino porque es bastante claro que se necesita un trabajo formativo sobre todos estos temas, un trabajo a la vez intelectual, académico, pastoral, espiritual y experiencial. Los formadores deben “abrir este libro” y leerlo a fondo, con los jóvenes que están a su cargo.
  5. Nuestro Capítulo General, en el documento sobre la interculturalidad, habla mucho de cosas como “conversión”, “desaprender”, “aprender a aprender”, “escucha del otro”, “aprender a valorar los dones de los otros”, etc. Muchos de estos dinamismos son contemplados en este documento desde el punto de vista de la vida comunitaria. Creo que debemos abrir una reflexión sobre “vida comunitaria intercultural”, recogiendo las diversas y variadas experiencias que tenemos, que nos pueden ayudar a reconocer las dificultades y a profundizar en las posibilidades.
  6. En su momento, la Orden llevó adelante un “Seminario sobre Interculturalidad”. Fue publicado en 2017, en el número 57 de la colección “Materiales”, en Ediciones Calasancias. Se publicaron también algunos folletos formativos sobre el tema. Sería bueno retomar todos los contenidos de este seminario para aprovechar mejor todo el trabajo realizado.

Bien, dejo aquí la reflexión. Sin duda, estamos ante un apasionante reto para las Escuelas Pías y para toda la Iglesia. ¡Ánimo!

Recibid un abrazo fraterno

P. Pedro Aguado Sch.P.

Padre General

 

 

[1] Mt 5, 13

[2] Mt 13, 33

[3] Mc 4, 30-32

[4] BENEDICTO XVI. Conferencia de prensa en el viaje a la República Checa. 26 de septiembre de 2009.

[5] FRANCISCO. Discurso en la conmemoración del 50º aniversario del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015.

[6] PABLO VI. Encíclica “Ecclesiam suam” n. 34, año 1964.