“Si quieres seguir al Señor, prepara tu alma para la prueba”
La cita con la que doy título esta carta fraterna está tomada del libro del Eclesiástico (Eclo2,1), y es una de las sentencias sobre la estoy reflexionando a lo largo de la visita canónica que estoy realizando a los religiosos adultos jóvenes de nuestra Orden, aquellos que se encuentran en los primeros años de su vida escolapia adulta, después de la profesión solemne. Pero pienso que podemos aplicar esta sabiduría bíblica a todas las etapas de nuestra vida, y a todas las personas que deseen honestamente vivir con autenticidad la vocación cristiana. Hay que asumir que el camino vocacional que emprendemos tendrá sus dificultades, y habrá pruebas. Esto está garantizado desde el principio por el Señor, que es el que inspira la vocación: “… cien veces más, con persecuciones, y en el mundo venidero, la vida eterna[1]”.
Nuestros escolapios jóvenes van teniendo experiencias de “prueba”, de todo tipo. El diálogo con ellos es muy inspirador para poder comprenderlas y para entender que todos nosotros las podemos vivir. Por eso, trataré de compartir con vosotros una reflexión sobre la tarea de “preparar el alma para la prueba”, pensando en nuestra vida religiosa escolapia, pero plenamente consciente de que todo es aplicable a cualquier experiencia vocacional. En primer lugar, me referiré a las “pruebas” y después a la “preparación del alma”, para terminar con una sencilla invitación.
“Todo lo puedo en Aquél que me conforta” (Flp4, 13). De este modo habla Pablo, en sus cartas, cuando se refiere a las diversas pruebas que tuvo que vivir en su afán de ser fiel a la vocación recibida. De este modo, nos da una pista certera de cómo debemos asumir y trabajar las pruebas que experimentamos. Escuchando el sentir de los escolapios con los que voy hablando, veo tres tipos de pruebas, todas ellas reales y todas ellas dignas de ser trabajadas: pruebas externas, causadas por el contexto; pruebas internas, causadas por la propia Orden o la Iglesia; pruebas personales, causadas por las propias debilidades no siempre bien trabajadas o resueltas. Digamos una palabra de cada una de ellas.
Pruebas externas. Muchas veces escuchamos decir que la “pastoral no es fácil”, que “la educación no es tenida en cuenta por la sociedad”, que “los valores cristianos son cuestionados por el orden social establecido” o que las “políticas gubernamentales tienden a dificultar nuestra misión”. Todo ello, sin duda, es real. Y mucho más, incluidas persecuciones, prohibiciones o expulsiones. Nuestra historia está llena de estas pruebas o dificultades que complican nuestra vida y nuestra misión.
No podemos “meter todas en el mismo saco” ni valorarlas del mismo modo. Y no voy a tratar de presentar un “discernimiento de los diversos tipos de prueba” que podemos experimentar. Pero lo que sí quiero resaltar es que quien crea que la vida y la misión escolapias son fáciles o van a ser potenciadas por la sociedad, está en otro planeta. Nunca ha sido así, no lo es y no lo será. Precisamente porque nuestra vocación busca cambiar el mundo, el mundo se defenderá contra nuestros planteamientos, desde dinamismos muy diversos. Tenemos que saber que siempre habrá en nuestra vida un componente de lucha, una dimensión contracultural y una dinámica de resistencia. Y esto lo debemos saber pensar, trabajar, orar y compartir.
Pruebas internas. No hay que asustarse de esto, y tampoco hay que simplificarlo. En ocasiones, es la propia Iglesia la que nos prueba, con decisiones injustas e incomprensibles, o con posiciones lejanas del celo apostólico que debemos vivir. Tengo que decir que voy teniendo más de una experiencia en la que es la propia Iglesia la que nos desconcierta. Por eso pude comprender bien el mensaje que el Papa Francisco nos dio a la Unión de Superiores Generales cuando nos dijo “gracias por la paciencia con la que saben vivir y perdonar las humillaciones que en ocasiones sufren como religiosos”.
A veces podemos ser nosotros mismos los que causemos dolor a nuestros hermanos con decisiones poco discernidas, poco fraternas o incluso injustas. En estos años he visto escolapios que, desde puestos o servicios diferentes, han causado verdadero dolor a sus propios hermanos, y aún estamos esperando que lo reconozcan o se disculpen. Este dolor es más fuerte y difícil de asumir, porque es producido por tu propia familia. Y puede llegar a causar verdaderos problemas vocacionales, porque hieren profundamente un dinamismo muy serio que todos deseamos vivir: la pertenencia gozosa a las Escuelas Pías.
Y en ocasiones son nuestras propias debilidades institucionales las que nos prueban: comunidades que no cuidan la vocación de los hermanos, procesos de discernimiento que no favorecen la escucha sinodal ni la adecuada toma de decisiones, ausencia de audacia para dar las respuestas que los niños y jóvenes esperan de nosotros, y muchas otras más. Todo ello se convierte en dificultades que tenemos que saber superar.
Pruebas personales, que proceden de nosotros mismos, como personas. También existen. Nuestras propias inconsistencias, nuestra falta de cuidado de la propia vocación, nuestro escaso trabajo personal para abordar retos y desafíos, la débil transparencia de vida, y las propias debilidades que tenemos como seres humanos se pueden transformar en pruebas difíciles de abordar y en muros complicados de atravesar. Por eso, la sabiduría bíblica insiste en que “¡ay de los corazones flacos y las manos caídas, que nos hacen caminar por sendas dobles![2]”
Preparar el alma. Es una propuesta extraordinaria, sugerente, comprometida. Nos ofrece una pista certera para el seguimiento de Jesús como escolapios, como miembros de la Fraternidad, en definitiva, como cristianos: preparar el alma para la prueba. Es bueno que pensemos cómo se hace esto, cómo se prepara el alma para ser capaces de vivir una vida compleja y exigente, como la definió Calasanz: “Los llamados en general a abandonar el mundo, al no tener espíritu sino de incipientes, necesitan todavía destetarse de las comodidades del siglo y preferirán siempre, como lo muestra la experiencia, alguna Orden ya aprobada en la que después del Noviciado estén seguros de tener la vida asegurada y puedan llegar al sacerdocio, más que ingresar en una Congregación donde, en lugar de estas ventajas, se van a encontrar con otras dificultades que derivan de una vida mortificada por el trato obligado con muchachos, trabajosa por el continuo esfuerzo de su profesión, y despreciable a los ojos de la carne, que considera así la educación de los niños pobres[3]”.
¿Cómo podemos preparar el alma? ¿Cómo podemos fortalecer nuestro espíritu, nuestra capacidad de lucha, de respuesta, de coherencia, en definitiva, de autenticidad? Quisiera ofrecer simplemente tres pistas, tres propuestas que nos puedan ayudar a reflexionar sobre este precioso y apasionante reto de “preparar el alma para la prueba”.
En primer lugar, cuidando nuestra vida espiritual. Creo que debemos aceptar que uno de nuestros riesgos es el descuido real en la “vida según el Espíritu”. Tengo muy claro que sólo tendrán futuroaquellos grupos y comunidades que vivan una honda y sostenidaexperiencia de Dios. La gran incongruencia en la Vida Religiosa es creer en Dios, renunciar a otros aspectos de la vida altamente positivos y sanos, y, con todo, no hacer de Dios el centro de nuestra vida. Fácilmente nos acomodamos y aburguesamos. Aquí encontramos uno de los problemas más acuciantes de la Vida Religiosa actual. El acomodamiento hunde sus raíces en la falta de sentido, en el olvido del porqué y para qué de nuestra vocación.
El crecimiento en la vida según el Espíritu guarda relación con todo lo que tiene que ver con la vida. La clave de la vida espiritual es saber “salir de nosotros mismos”, ser permeable ante la realidad, ante los otros, ante el Otro. Ya lo decía Juan de la Cruz: “buscarse a sí mismo en Dios… es harto contrario al amor[4]”. La dificultad “de la vida espiritual” coincide con la dificultad “de la vida”. El problema es más de fondo que el mero hecho de faltar a Laudes o descuidar la oración personal, por importantes que estos descuidos puedan ser, que lo son. Claro que hay que aprender a orar, claro que hay que ser constantes en la práctica de la oración, de la lectura espiritual compartida y/o personal, etc. Pero lo verdaderamente difícil es “saber vivir en profundidad vocacional”, y saber vivir quiere decir establecer relaciones limpias, maduras, saliendo de uno mismo. Ahí está la dificultad. El individualismo, la atonía espiritual y el aburguesamiento de la vida religiosa, y otros males de los que tanto hablamos en nuestros documentos, no son más que la punta de un “iceberg”. La parte oculta del mismo (del “iceberg”) se llamaría “ausencia de la persona”. Sólo abordando este reto entenderemos, espiritualmente, la propuesta del Señor: “hay que nacer de nuevo”[5]. Y esto sólo se puede entender espiritualmente.
En segundo lugar, quiero proponer la senda de la fidelidad. La auténtica fidelidad, la que crea identidad, esa que mantiene el frescor del primer amor, aquella en la que nos seguimos emocionando con nuestra vocación, que la vivimos en el realismo de las pequeñas fidelidades de cada día, que se expresa en nuestra humilde aspiración a progresar y crecer, que nos hace modestos y conscientes de nuestra debilidad y que aceptamos recibirla como don inmerecido. Es una fidelidad cuidada a través de la oración, de la renovación constante de nuestros compromisos vocacionales y de nuestra consagración, desde un modo de vida coherente y no acomodado, contando con el apoyo de la comunidad, tejida en el acompañamiento personal que buscamos y ofrecemos y agradecida a Dios en la Eucaristía, expresión de la fidelidad esencial, la de Jesús para con Dios, con la comunidad y con el Reino. Esa es la fidelidad que fortalece nuestra alma. Sólo la fidelidad consistente me hará fecundo, a la manera de Calasanz, a la manera del Señor.
En la entrada de la habitación de Calasanz hay una placa que nos recuerda los treintaiséis años que Calasanz vivió en esa habitación, en la que escribió sus cartas, acompañó a sus religiosos, vivió su profunda experiencia de fe y de oración, cuidó con creciente y agradecida fidelidad su vocación, y la acrisoló de modo que la Iglesia la pudo ofrecer como camino de santidad para todos sus hijos. Esa fidelidad que provoca fortaleza es la que propone Calasanz en la última carta autógrafa que conservamos: “Constantes estote, et videbitis auxilium Dei super vos. Et nunc sumus orantes pro vobis ut non contristemini, sed in tribulatione magis elucescat virtus vestra” (Manteneos firmes, y veréis sobre vosotros la ayuda de Dios. Y ahora oramos por vosotros para que no os entristezcáis, sino que en la dificultad brille más vuestra virtud)[6].
Es muy significativo el modo desde el que Calasanz plantea el reto de la fidelidad a pesar de las pruebas. Haciendo un comentario al pasaje evangélico al que nos hemos referido más arriba, en el que el Señor asegura “el ciento por uno, junto con las persecuciones”, Calasanz dice: “Suele dar Dios ciento por uno, máxime si haciéndolo bien tuviera persecuciones o tribulaciones, las cuales, tomadas con paciencia de la mano de Dios se halla el céntuplo de espíritu, y como pocos saben practicar esta doctrina, pocos reciben el céntuplo de bienes espirituales”[7].
Como tercera pista propongo vivir acompañados espiritualmente, tanto de modo personal como comunitario. El acompañamiento nos ayuda a fundamentar adecuadamente la vocación. Para ello hay que abordar muchos frentes, muchas dimensiones de la persona. Cuando la vocación no está bien fundamentada puede quedar reducida a profesionalidad, rol o cumplimiento. Vivir acompañados es necesario por lo que nos traemos entre manos: algo muy importante y que no se puede hacer solo: se trata de fundamentaradecuadamente la propia vocación.
El acompañamiento nos ayuda a integrar. Integrar es conocer, aceptar afectiva y cordialmente lo que ocurre en mí, mirando al llamamiento más grande que siempre me dirige la vida. Tiene que ver con la asunción y la pacificación interior más que con la superación o con la victoria, pero nos ayuda en la lucha por la autenticidad. El proceso del acompañamiento nos ayuda a saber “dar nombre” a lo que vivimos. Esto es lo propio de la madurez. Dar nombre a lo que nos ayuda y a lo que nos atasca. Uno y otro forman parte de nuestra vida.
“Preparar el alma para la prueba” es una tarea necesaria para todos nosotros, una tarea espiritual que tenemos que saber llevar adelante, con tanta humildad como consistencia. Sólo así podremos avanzar en el gran reto que tenemos planteado desde nuestros primeros pasos vocacionales: ser simplemente escolapios.
Recibid un abrazo fraterno.
P. Pedro Aguado Sch.P.
Padre General
[1] Mc 10, 30
[2] Eclesiástico 2, 11
[3] San José de Calasanz. Memorial al Cardenal Tonti. Opera Omnia, tomo IX, página 305-306.
[4] San Juan de la Cruz. Subida al Monte Carmelo 7, 6
[5] Jn 3, 3
[6] San José de CALASANZ. Opera Omnia, volumen 8, página 384.
[7]San José de CALASANZ. Opera Omnia, volumen 3, página 234-235. Es una carta dirigida a un religioso español que reside en Nápoles y que quiere regresar a su país ante las dificultades que vive.